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Iramís Rosique Cárdenas • Cuba

El diferendo Estados Unidos-Cuba no es una partida de ajedrez entre la CIA y nuestra Seguridad del Estado, o entre la Casa Blanca y el Palacio de la Revolución. El pueblo cubano es sujeto activo de esa disputa, siempre lo ha sido. ¿Quién si no derrotó a los mercenarios en Girón?

La pregunta nuestra podría ser: ¿cuáles resortes de lo social, cuáles necesidades, malestares y frustraciones han cristalizado en algo como la sentada frente al Mincult? Hay poco de casual en todo lo que ha ocurrido. No es casual que el gremio de los realizadores audiovisuales estuviera sobrerrepresentado ahí. No es casual tampoco que la composición social de los participantes fuera fundamentalmente de universitarios jóvenes, asociados sobre todo al mundo de las artes y las humanidades, o del periodismo. No es casual que las redes sociales hayan sido la herramienta por excelencia de ese acto político. 

Las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones han llegado a cambiar para siempre las formas de socialidad humana. El cambio civilizatorio que esto representa cambia las reglas de funcionamiento de lo político, y no solo en cuanto a la capacidad multiplicada del capital para dominar, sino también por el creciente potencial para la movilización, la participación y la organización de la gente. Tanto el 27N como la Tángana son pruebas de ello. Esta nueva realidad ha producido, en parte del mundo, lo que pudiéramos llamar un momentum, un ímpetu antiautoritario. Y entonces nos enfrentamos al hecho de que tanto los estados neoliberales, como los estados al estilo del socialismo “real”, poseen rasgos autoritarios. Claro que el contenido de todos los modos de ser autoritario no es el mismo, por eso no hay identidad entre un estado neoliberal como el chileno y el estado cubano.

El momento autoritario del estado cubano tiene como causa fundamental el asedio permanente por parte del imperialismo norteamericano; de ahí la dificultad de construir un parlamento en una trinchera como decía Cintio Vitier. En los estados neoliberales, en cambio, el poder se usa autoritariamente para el despojo y para el disciplinamiento del cuerpo social en beneficio del mercado. En este sentido el autoritarismo es más una forma que un contenido político como tal. Aunque siempre existe el peligro de que se trastoque el medio en fin. Las experiencias amargas que el movimiento revolucionario mundial ha tenido con ello oprimen como una pesadilla nuestras mentes.

Los problemas que tienen que ver con el consenso, es decir, con la hegemonía de un proyecto de sociedad, la capacidad de ese proyecto para dotar de sentido la vida de la gente, y la realidad toda, no pueden explicarse desde posiciones liberales ni metafísicas.

Hay que examinar por qué en determinados grupos sociales ya no se impone nuestra verdad. Qué condiciones, qué prácticas, qué métodos, qué discursos hacen inescuchable o incomprensible nuestra verdad en esos sectores. Sin volverse hacia esas preguntas es imposible resanar las fisuras en la legitimidad del proyecto socialista cubano. 

Las ausencias en el discurso oficial —percibido y autopercibido como el discurso de la Revolución— de tópicos que forman parte de las agendas de los movimientos más a la izquierda alrededor del mundo, como el feminismo, el antirracismo, la discriminación, el ecologismo militante, la autogestión obrera, la educación popular, entre otros, van drenando de las filas de la Revolución a personas con sensibilidades de izquierda, pero que no encuentran eco a sus inquietudes y necesidades políticas en el espacio socialista cubano. 

En el campo de la praxis debemos recuperar la participación y la movilización popular como las vías de realización por excelencia de la democracia socialista y de la educación revolucionaria de las personas. Esto es algo que se sabía muy bien en los sesenta y que hemos ido olvidando. Hay experiencias maravillosas que van desde la campaña de alfabetización o la Operación Verdad, hasta la revolución energética, pasando por los parlamentos obreros de los noventa.

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